Fuente: El Espectador, Colombia.
Por: Carolina Gutiérrez Torres
Así se describe él: nariz de negro, caderas de negro y pies de negro. Sabrosura de negro, como lo que tanto detestaba su abuela, doña Rosa de la Parra, quien solía decir con desprecio: “Negro ni mi caballo”. Y con alma de negro le nació su nieto Julio Ernesto Estrada, Fruko, el que convirtió la canción El preso en un clásico, un himno, un inmortal de la salsa. Sus manos son enormes y fuertes, con una fuerza descomunal que él llama “titánica”.
Con esos puños reventó muchas narices, fracturó algunos brazos y peleó tantas veces que la fama de buscapleitos, de bravucón, se regó por el barrio de su niñez: Naranjal, en Medellín. “No se junten con ese Julio”, decían las señoras. Y decían también los profesores de la escuela República de Chile, que le declararon la guerra y le impidieron volver a pisar el colegio.
“En esa escuela estudiábamos con muchachos de clase alta. Ellos iban a estudiar con zapatos finos y nosotros con unos tenis sencillos, de esos de marca Croydon. Trataban de humillarnos, pero yo no me dejaba. Me iba de golpes. Me convertí en un pelionero hasta que me sacaron de la escuela”, dice Fruko con risas, desde el quinto piso de un edificio en el barrio Laureles de Medellín.
Más adelante volverá a referirse a su fuerza titánica, pero con un dejo de vergüenza, de arrepentimiento por las noches de fiestas y trago y drogas que terminaban en golpizas con un extraño, con un mesero, con algún amigo. “Una mañana, después de una rumba de esas, me llamaron y me dijeron ‘vaya a tal hospital, a la habitación 405’. Cuando llegué me encontré con un compañero con la cara hinchada, con el suero en un lado y sangre en el otro. ‘¿Qué te pasó?’, le pregunté. ‘Vos que casi me matás anoche’. Así terminaban las fiestas”.
Las fiestas desmedidas, con mujeres y aguardiente y todo lo que Fruko deseara porque era Fruko y era él quien pagaba. Las fiestas que decidió abandonar para siempre hace 28 años. No más, dijo. Su salud empezaba a flaquear por los excesos. Todavía hoy los 125 kilos de su cuerpo —dice su esposa, Rosa Garzón, ginecóloga— siguen siendo reflejo de los malos hábitos de aquellos años.
Nada queda del niño flaco del barrio Naranjal que se trepaba en los árboles, que correteaba por los frutales. Esa fue su niñez, en la casa de la abuela Rosa. Vivían él y su mamá, Alicia Rincón, y sus dos hermanos: Luis Alberto, ingeniero mecánico y cantante de ópera, quien falleció de un paro cardiaco; y María Victoria, artista. Su padre, Baudilio Estrada, se fue del hogar muy temprano. “Tenía otra mujer”. Tenía a Berenice, y a otros dos hijos. Pero seguía preocupándose por ellos, enviándoles costales repletos de mercado.
Vivían también en aquella casona de Naranjal los tíos Jaime, Mario y Jairo. Los tres, compositores e ingenieros de sonido, que le presentaron al sobrino la industria de la música.
Trabajaban en Discos Ondina y traían a la casa siempre los últimos éxitos de Edmundo Arias, y los de Guillermo Buitrago que cantaba la abuela. “Cómo me compongo yo en el día de hoy, cómo me compongo yo en el de mañana”, corea Fruko. Todo era música porque habían nacido con ella en la sangre, la del bisabuelo cubano Felipe Rincón, que llegó a Colombia a construir las obras de Puerto Colombia y el Túnel de la Quiebra.
Y ya el niño tocaba los tarros de galletas fantaseando con que eran timbales, y ya los vecinos de Naranjal sospechaban que el flaco —“el terror del barrio”, según su tío Mario— tenía talento. Por esos tiempos, al cumplir los 11 años, sucedió la expulsión de la escuela. “¿Qué vamos a hacer con este muchacho? Nos va a tocar ponerlo a vender periódico en las calles”, decía su madre molesta.
Un tío político lo llevó a trabajar en Discos Metrópolis. Llegó a ser mensajero, prensista, almacenista, secretario. En las noches, cuando las salas de grabación se desocupaban, el muchacho ensayaba con los instrumentos. Compró su primera conga y meses después una flauta a Crescencio Salcedo, el compositor de “yo no olvido el año viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas…”, canta Fruko.
Tenía 14 años cuando su padre murió y él heredó las responsabilidades del hogar: pagar el mercado y los servicios. Tenía la misma edad cuando Antonio Fuentes, fundador de Discos Fuentes, lo contrató. Había escuchado que el muchacho, al que empezaría a llamar Joselito, era trabajador y comprometido. Se convirtió en el utilero del estudio: acomodaba los micrófonos, los cables, los atriles.
Y ya el niño sabía cómo poner a sonar los timbales, las congas, la flauta y más instrumentos, cuando apareció la oportunidad de tocar con Los Corraleros de Majagual. Ocurrió cuando el país estaba saturado de música venezolana y Antonio Fuentes, preocupado por la suerte de la banda, puso un ultimátum: “No sé qué vamos a hacer, pero tenemos que cambiar de ritmo”. Y en ese momento entró el niño Julio a escena: “Don Antonio, ¿me da un chance? Escuche esto”. Y tomó los timbales, la conga y el güiro y empezó a tocar: “ting-tung-tun-tun-ting-tuntún”. “A ese ritmo yo lo llamé ‘el billo’, es alucinante, frenético, pone a bailar a la gente. Cuando salió al mercado fue magnífico. ‘Quiero sentarme contigo en la hierbita, en la hierbita, en la hierbita…’, ‘Hace un mes, hace un mes que no te veo, hace un mes que no te abrazo…’ ”.
Se hizo el timbalero de Los corraleros de Majagual. Se hizo luego el bajista. Era el niño de la orquesta. Era Joselito. Viajó a Venezuela, a Estados Unidos. Tocó en el Manhattan Center, de Nueva York. Compartió escenario con Tito Puente, Willie Colón, Héctor Lavoe, Richie Ray y Bobby Cruz, Ismael Rivera, La Sonora Matancera. Se enloquecía en el escenario. Con su sabrosura y su fuerza titánica golpeaba los timbales hasta quebrar las baquetas, y sus palmas en las congas estropeaban los cueros. El público estallaba en frenesí.
Luego de seis años se empecinó en la idea de que en Colombia existiera una orquesta de salsa, de ese ritmo alegre y festivo que interpretaban aquellas glorias. Y creó Fruko y sus Tesos. “En el argot de mi ciudad, ‘tesos’ significa echados pa’lante, o sea guapos, valientes”, suele repetir en las entrevistas internacionales.
Primer álbum: Tesura (“no pasó nada con ese disco”, reconoce su tío Mario). Primer éxito: A la memoria del muerto, en la voz de Piper Pimienta (asesinado en 1998). Primer éxito en el exterior: La fruta bomba. Otras canciones inmortales: El ausente, El caminante, Manyoma. La cúspide del éxito: El preso (escrita por Álvaro Velásquez).
La gloria le llegó a Fruko cuando era muy joven. Le llegó acompañada de todo lo que la gloria implicaba en ese momento, en el que —en palabras de él— la narcocultura se había apoderado de todo. Él mismo la enfrentó cara a cara, una noche, en un baño del Hotel Intercontinental de Medellín. “Fue la única vez en la vida que crucé palabra con Pablo Escobar. Me dijo: ‘métase un pase hombre. Deje los instrumentos y véngase a trabajar conmigo. Yo sé que vos pegás duro, que sabés disparar’”. Fruko sabía disparar. Le gustaba el tiro al blanco. “Con un rifle de copas le pegaba a un fosforito a 20 metros”. La gloria le llegó a Fruko y se le desbordó.
Hoy es otro, lo dice él, lo dicen su esposa, Rosa, y su tío Mario. “Fue como pasar de la noche al día”. Es fiel creyente de la Cienciología. Está enamorado de la rubia de pelo ensortijado, ropa ajustada, ojos verdes y rasgados que conoció diez años atrás. No toma. No fuma. “No comemos ni chicharrón ni carnes rojas. Tenemos una dieta muy balanceada. Trasnochamos sólo cuando hay conciertos”, dice ella. Están casados por lo civil y este año, que él cumple 60 y ella 49, planean la boda en un altar. Quieren tener hijos. Eso está diciendo Rosa cuando timbra su celular. “Oye, te hablo de la prisión…”, es la música que sale de su teléfono. “Habla la esposa de Fruko”.
La herencia del salsero
¿Qué significa ‘Fruko’ para la música colombiana? La pregunta la responde Jaime Andrés Monsalve, jefe musical de la Radio Nacional de Colombia. “Mucho se ha hablado acerca de la importancia que don Julio Estrada ha tenido para el desarrollo de la salsa. Redundar en esas buenas labores iría en detrimento de la verdadera impronta que, de manera algo silenciosa, ha dejado Fruko para la música en general: la de ojo avizor de talentos”.
Y continúa: “El desarrollo sonoro de la música popular le debe todo a Discos Fuentes y, en ese sentido, la disquera le debe todo al olfato de Estrada: cuando su propio grupo se le quedó pequeño para desarrollar otros géneros populares e invitar a más cantantes, se inventó a los Latin Brothers. Cuando la cumbia psicodélica al estilo peruano era lo que se imponía, impulsó el nacimiento de Afrosound. Y como respuesta al creciente movimiento isleño en la música de los 70, hizo que naciera Wganda Kenya”.
Fruko en frases
"Un día llegó Lisandro Meza al estudio y me dijo que me parecía a la muñequita de trenzas que publicitaba una salsa de tomate. Ahí empecé a llamarme ‘Fruko’ ".
"Tengo más de ocho mil temas grabados. Largas horas en estudios acompañando a grupos, duetos, grandes orquestas".
"He estado en los mejores lugares del mundo. He comido en el Molino Rojo en Francia y también al lado del río Amazonas con indígenas que no tienen un peso".
"Nuestras canciones, que eran el refugio de muchos desdichados, eran plegarias: ‘Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos’".
Así se describe él: nariz de negro, caderas de negro y pies de negro. Sabrosura de negro, como lo que tanto detestaba su abuela, doña Rosa de la Parra, quien solía decir con desprecio: “Negro ni mi caballo”. Y con alma de negro le nació su nieto Julio Ernesto Estrada, Fruko, el que convirtió la canción El preso en un clásico, un himno, un inmortal de la salsa. Sus manos son enormes y fuertes, con una fuerza descomunal que él llama “titánica”.
Con esos puños reventó muchas narices, fracturó algunos brazos y peleó tantas veces que la fama de buscapleitos, de bravucón, se regó por el barrio de su niñez: Naranjal, en Medellín. “No se junten con ese Julio”, decían las señoras. Y decían también los profesores de la escuela República de Chile, que le declararon la guerra y le impidieron volver a pisar el colegio.
“En esa escuela estudiábamos con muchachos de clase alta. Ellos iban a estudiar con zapatos finos y nosotros con unos tenis sencillos, de esos de marca Croydon. Trataban de humillarnos, pero yo no me dejaba. Me iba de golpes. Me convertí en un pelionero hasta que me sacaron de la escuela”, dice Fruko con risas, desde el quinto piso de un edificio en el barrio Laureles de Medellín.
Más adelante volverá a referirse a su fuerza titánica, pero con un dejo de vergüenza, de arrepentimiento por las noches de fiestas y trago y drogas que terminaban en golpizas con un extraño, con un mesero, con algún amigo. “Una mañana, después de una rumba de esas, me llamaron y me dijeron ‘vaya a tal hospital, a la habitación 405’. Cuando llegué me encontré con un compañero con la cara hinchada, con el suero en un lado y sangre en el otro. ‘¿Qué te pasó?’, le pregunté. ‘Vos que casi me matás anoche’. Así terminaban las fiestas”.
Las fiestas desmedidas, con mujeres y aguardiente y todo lo que Fruko deseara porque era Fruko y era él quien pagaba. Las fiestas que decidió abandonar para siempre hace 28 años. No más, dijo. Su salud empezaba a flaquear por los excesos. Todavía hoy los 125 kilos de su cuerpo —dice su esposa, Rosa Garzón, ginecóloga— siguen siendo reflejo de los malos hábitos de aquellos años.
Nada queda del niño flaco del barrio Naranjal que se trepaba en los árboles, que correteaba por los frutales. Esa fue su niñez, en la casa de la abuela Rosa. Vivían él y su mamá, Alicia Rincón, y sus dos hermanos: Luis Alberto, ingeniero mecánico y cantante de ópera, quien falleció de un paro cardiaco; y María Victoria, artista. Su padre, Baudilio Estrada, se fue del hogar muy temprano. “Tenía otra mujer”. Tenía a Berenice, y a otros dos hijos. Pero seguía preocupándose por ellos, enviándoles costales repletos de mercado.
Vivían también en aquella casona de Naranjal los tíos Jaime, Mario y Jairo. Los tres, compositores e ingenieros de sonido, que le presentaron al sobrino la industria de la música.
Trabajaban en Discos Ondina y traían a la casa siempre los últimos éxitos de Edmundo Arias, y los de Guillermo Buitrago que cantaba la abuela. “Cómo me compongo yo en el día de hoy, cómo me compongo yo en el de mañana”, corea Fruko. Todo era música porque habían nacido con ella en la sangre, la del bisabuelo cubano Felipe Rincón, que llegó a Colombia a construir las obras de Puerto Colombia y el Túnel de la Quiebra.
Y ya el niño tocaba los tarros de galletas fantaseando con que eran timbales, y ya los vecinos de Naranjal sospechaban que el flaco —“el terror del barrio”, según su tío Mario— tenía talento. Por esos tiempos, al cumplir los 11 años, sucedió la expulsión de la escuela. “¿Qué vamos a hacer con este muchacho? Nos va a tocar ponerlo a vender periódico en las calles”, decía su madre molesta.
Un tío político lo llevó a trabajar en Discos Metrópolis. Llegó a ser mensajero, prensista, almacenista, secretario. En las noches, cuando las salas de grabación se desocupaban, el muchacho ensayaba con los instrumentos. Compró su primera conga y meses después una flauta a Crescencio Salcedo, el compositor de “yo no olvido el año viejo, porque me ha dejado cosas muy buenas…”, canta Fruko.
Tenía 14 años cuando su padre murió y él heredó las responsabilidades del hogar: pagar el mercado y los servicios. Tenía la misma edad cuando Antonio Fuentes, fundador de Discos Fuentes, lo contrató. Había escuchado que el muchacho, al que empezaría a llamar Joselito, era trabajador y comprometido. Se convirtió en el utilero del estudio: acomodaba los micrófonos, los cables, los atriles.
Y ya el niño sabía cómo poner a sonar los timbales, las congas, la flauta y más instrumentos, cuando apareció la oportunidad de tocar con Los Corraleros de Majagual. Ocurrió cuando el país estaba saturado de música venezolana y Antonio Fuentes, preocupado por la suerte de la banda, puso un ultimátum: “No sé qué vamos a hacer, pero tenemos que cambiar de ritmo”. Y en ese momento entró el niño Julio a escena: “Don Antonio, ¿me da un chance? Escuche esto”. Y tomó los timbales, la conga y el güiro y empezó a tocar: “ting-tung-tun-tun-ting-tuntún”. “A ese ritmo yo lo llamé ‘el billo’, es alucinante, frenético, pone a bailar a la gente. Cuando salió al mercado fue magnífico. ‘Quiero sentarme contigo en la hierbita, en la hierbita, en la hierbita…’, ‘Hace un mes, hace un mes que no te veo, hace un mes que no te abrazo…’ ”.
Se hizo el timbalero de Los corraleros de Majagual. Se hizo luego el bajista. Era el niño de la orquesta. Era Joselito. Viajó a Venezuela, a Estados Unidos. Tocó en el Manhattan Center, de Nueva York. Compartió escenario con Tito Puente, Willie Colón, Héctor Lavoe, Richie Ray y Bobby Cruz, Ismael Rivera, La Sonora Matancera. Se enloquecía en el escenario. Con su sabrosura y su fuerza titánica golpeaba los timbales hasta quebrar las baquetas, y sus palmas en las congas estropeaban los cueros. El público estallaba en frenesí.
Luego de seis años se empecinó en la idea de que en Colombia existiera una orquesta de salsa, de ese ritmo alegre y festivo que interpretaban aquellas glorias. Y creó Fruko y sus Tesos. “En el argot de mi ciudad, ‘tesos’ significa echados pa’lante, o sea guapos, valientes”, suele repetir en las entrevistas internacionales.
Primer álbum: Tesura (“no pasó nada con ese disco”, reconoce su tío Mario). Primer éxito: A la memoria del muerto, en la voz de Piper Pimienta (asesinado en 1998). Primer éxito en el exterior: La fruta bomba. Otras canciones inmortales: El ausente, El caminante, Manyoma. La cúspide del éxito: El preso (escrita por Álvaro Velásquez).
La gloria le llegó a Fruko cuando era muy joven. Le llegó acompañada de todo lo que la gloria implicaba en ese momento, en el que —en palabras de él— la narcocultura se había apoderado de todo. Él mismo la enfrentó cara a cara, una noche, en un baño del Hotel Intercontinental de Medellín. “Fue la única vez en la vida que crucé palabra con Pablo Escobar. Me dijo: ‘métase un pase hombre. Deje los instrumentos y véngase a trabajar conmigo. Yo sé que vos pegás duro, que sabés disparar’”. Fruko sabía disparar. Le gustaba el tiro al blanco. “Con un rifle de copas le pegaba a un fosforito a 20 metros”. La gloria le llegó a Fruko y se le desbordó.
Hoy es otro, lo dice él, lo dicen su esposa, Rosa, y su tío Mario. “Fue como pasar de la noche al día”. Es fiel creyente de la Cienciología. Está enamorado de la rubia de pelo ensortijado, ropa ajustada, ojos verdes y rasgados que conoció diez años atrás. No toma. No fuma. “No comemos ni chicharrón ni carnes rojas. Tenemos una dieta muy balanceada. Trasnochamos sólo cuando hay conciertos”, dice ella. Están casados por lo civil y este año, que él cumple 60 y ella 49, planean la boda en un altar. Quieren tener hijos. Eso está diciendo Rosa cuando timbra su celular. “Oye, te hablo de la prisión…”, es la música que sale de su teléfono. “Habla la esposa de Fruko”.
La herencia del salsero
¿Qué significa ‘Fruko’ para la música colombiana? La pregunta la responde Jaime Andrés Monsalve, jefe musical de la Radio Nacional de Colombia. “Mucho se ha hablado acerca de la importancia que don Julio Estrada ha tenido para el desarrollo de la salsa. Redundar en esas buenas labores iría en detrimento de la verdadera impronta que, de manera algo silenciosa, ha dejado Fruko para la música en general: la de ojo avizor de talentos”.
Y continúa: “El desarrollo sonoro de la música popular le debe todo a Discos Fuentes y, en ese sentido, la disquera le debe todo al olfato de Estrada: cuando su propio grupo se le quedó pequeño para desarrollar otros géneros populares e invitar a más cantantes, se inventó a los Latin Brothers. Cuando la cumbia psicodélica al estilo peruano era lo que se imponía, impulsó el nacimiento de Afrosound. Y como respuesta al creciente movimiento isleño en la música de los 70, hizo que naciera Wganda Kenya”.
Fruko en frases
"Un día llegó Lisandro Meza al estudio y me dijo que me parecía a la muñequita de trenzas que publicitaba una salsa de tomate. Ahí empecé a llamarme ‘Fruko’ ".
"Tengo más de ocho mil temas grabados. Largas horas en estudios acompañando a grupos, duetos, grandes orquestas".
"He estado en los mejores lugares del mundo. He comido en el Molino Rojo en Francia y también al lado del río Amazonas con indígenas que no tienen un peso".
"Nuestras canciones, que eran el refugio de muchos desdichados, eran plegarias: ‘Virgen de las Mercedes, patrona de los reclusos’".
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